martes, 27 de noviembre de 2007

Todos somos estrellas: el boom del cine provinciano.

Han batido todos los récords de asistencia, son las películas más pirateadas, se producen en masa y su costo es comparativamente irrisorio. Con ustedes, el fenómeno que está causando furor en el interior del país: el boom del cine provinciano.



¿Quién diría que uno de los rubros más fecundos en nuestro país en los últimos años es la producción cinematográfica? Sip: no nos equivocamos de país, y el Perú no es Lima, como creía el gran Valdelomar. Hasta hoy se han filmado íntegramente en provincias más de cincuenta películas entre buenas, regulares, malas y malísimas, de acuerdo con la dividida opinión de los críticos y el público. Una cifra que podría suscitar la envidia del propio cine independiente estadounidense.

Su escaso presupuesto permite a los directores realizar el más radical “cine de autor”. La película que inauguró este fenómeno fue Lágrimas de fuego, de Melinton Eusebio, cuyo costo no superó los mil nuevos soles y se mantuvo en cartelera por más de diez semanas. El boom comenzó a fines de la década de 1990, y no precisamente en las provincias más desarrolladas sino en las provincias más pobres. Como si todo el tiempo sufrido hubiera macerado imagines y sueños que ahora empiezan a brotar a través del cine, aquella mágica continuación de la vista según entendederas del norteamericano Mac Luhan, hasta convertirse en la matrona de las ficciones más verdaderas, valga la paradoja.


Hay un factor tecnológico y otro social que explican el surgimiento del cine provinciano. El factor tecnológico es que se abarataron todos los formatos de vídeo y la cámara se convirtió en un instrumento accesible. El hecho social es que muchas provincias se reapropiaron de estas tecnologías para registrar sus fiestas tradicionales, colectivas, familiares e individuales, y se generó así una costumbre de representarse a sí mismos”, explica el sociólogo Santiago Alfaro

Se ha hablado de la antigua escuela cusqueña, que produjo películas como Cuculí o Los perros hambrientos, como el antecedente de este cine, pero lo que vemos en las realizaciones de Flaviano Quispe y Melinton Eusebio, los dos más importantes directores provincianos, no tiene nada que ver con esas películas. Así lo afirma Alfredo Villar, promotor de cine provinciano: “La escuela cusqueña” —dice— “tuvo las mejores intenciones. Eran películas muy bien hechas; no obstante, adolecían de lo mismo de lo que adolecía la izquierda: eran hechas por mistis, pero populistas. A diferencia del actual cine provinciano, esas películas no eran muy auténticas”.

Pero lo que no tienen en rollo lo tienen en variedad: a la fecha, el cine provinciano ha explorado casi todos los géneros de este arte: desde melodramas como El huerfanito hasta el terror más sanguinolento de Jarjajacha, pasando por películas de guerra como Gritos de libertad y cintas realistas como El abigeo.

Resultaría entonces fácil pensar que los creadores de este boom cinematográfico han sido una especie de cinéfilos compulsivos como Quentin Tarantino, quien aprendió a hacer cine zambulléndose en todas las películas que pudo. En el caso de Flaviano (Puno) y Melinton (Ayacucho), nunca sufrieron del síndrome de cinefilia ni podrían haberlo sufrido, ya que en sus lugares no existía una cultura cinematográfica simplemente porque no había cines.

Flaviano y Melinton son conscientes de los defectos de sus producciones; no hay que ser un experto para darse cuenta de sus carencias: cero bandas sonoras, excesivo uso del primer plano, malas actuaciones, cambios abruptos de enfoque, pésima iluminación. Y saben también que en algunos casos se deben a problemas de infraestructura y presupuesto, y en otros a un impertinente empirismo.

Sin embargo, Villar tiene una visión optimista: a su entender, a partir de estas fallas se podría consolidar estilos tipo “marca de autor”: “Los cineastas más originales descubren un nuevo lenguaje gracias a las fallas. Cuando Godard sacó Sin aliento en 1959, tenía todas estas cosas: saltos de eje abruptos, contraluces, elipsis raras. Mucha gente pensó que eran defectos de Godard. De hecho, era su primera película, y por eso muchos de ellos debieron ser defectos que luego se convirtieron en una marca de estilo. En el caso de Melinton y Flaviano, sus actuales deficiencias y excesos podrían terminar por transformarse mañana en una marca de estilo”.
Aunque el término nos seduce, es difícil aplicarle a este cine el término “alternativo”. Se trata, más bien, de realizaciones con lazos de inspiración bastante identificables, como el cine hindú en el caso de El huerfanito y las clásicas películas de la serie B estadounidense de terror en el caso de las de Melinton. Pero la peculiaridad de este cine le debe mucho también a la cultura del vídeo. La reiteración del primer plano en el cine de Flaviano es un tributo a los innumerables quinceañeros y matrimonios que filmó. Y la exageración de formas en las obras de Melinton tiene una deuda no solo con las películas baratitas hechas en los Estados Unidos que tanto vimos en la televisión, sino también, y sobre todo, con aquellos comics que aún rayan en provincia y que Melinton consumió de manera compulsiva. Pero Flaviano y Melinton no son los dos únicos exponentes de este boom: otros también han conseguido el éxito, como Palito Ortega o Henry Vallejos, responsable de la primera gran producción de cine provinciano, La venganza del Carisiri, en la que sí hizo una gran inversión.

No todas, sin embargo, tienen el mismo nivel. Como su producción se ha masificado, sus resultados son muy irregulares: “Los ayacuchanos comprenden las deficiencias porque entienden la precariedad, pero se dan cuenta de las intenciones de los realizadores meramente comerciales cuando el trabajo es muy malo. La gente se vuelve cada vez más exigente”, nos dice Melinton.

Flaviano cuenta que el Óscar no le quita el sueño, que quien sí lo hace es “el Jacinto”, protagonista de la segunda parte de El huerfanito que ya empezó a rodar. Y aunque a Melinton tampoco lo fastidia don Óscar, dice que tiene claro que si el día llegase no se quedaría en casa tocando el saxo como lo ha hecho Woody Allen. Acaba de terminar el guion de una película que filmará en Lima sobre los provincianos en la Casa Matusita.


Hablan los críticos

¿Y qué dicen los expertos? Para Isaac León, es una forma peculiar de cine de resistencia cultural: “En las películas de temática campesina anteriores el realizador se pone por encima del mundo; en cambio, en este cine provinciano el realizador forma parte del mundo que filma. A su manera, es un cine de resistencia cultural; aunque no consciente, hay una defensa cultural que resulta muy valiosa más allá de los cuestionamientos estéticos que uno pueda hacer. Yo no soy de los que piensan que las películas deban tener en todos los casos los mismos parámetros de acabado técnico, porque se han hecho muchas películas de gran valor expresivo a partir de un descuido o falta de prolijidad”.

Ricardo Bedoya cree también que no hay que hacerse muchos problemas con los defectos técnicos: “Si bien son películas muy precarias desde la construcción dramática, los personajes y los actores, estos defectos son parte de su singularidad y su textura. El cine es por lo regular una cuestión de oficio, y creo que estos son directores que tienen un interés serio en el cine. Por ahora podemos encontrar dos o tres momentos buenos en las películas, como el parto en El huerfanito y la escena del borracho silbando de miedo en Jarjacha”.

A su turno, Alberto Servat alerta sobre el riesgo de la masificación de estas producciones: “Una cámara en un niño, un provinciano o un capitalino desarrolla la posibilidad de que cada quien pueda hacer sus propias películas; de ahí el mal resultado técnico, porque se hacen con elementos muy primarios. Y esta masividad puede bajar el nivel de la exigencia del público, porque el público se deja contentar con cosas fáciles. Se trata sin duda de una manifestación artística como cualquier otra, pero hacer cine es muy difícil y el resultado es diferente del que te puede plantear un artesano. Un cineasta necesita de todo un aparato técnico”.

Hasta ahora no podemos hablar de una gran obra, y quizá ninguna película realizada en el interior del país haya superado los estándares internacionales de calidad. Lo que sí han remontado, y por mucho, son los estándares de asistencia: un público masivo se ha volcado sobre aquellos enormes teatros que subsisten en provincias. Quizá ninguna reúna aún los requisitos para pelear premios pero cuando son exhibidas la gente se pelea por entrar. Así que jugando de local y con estadio lleno, estos cineastas nuestros le ganan todos los partidos al más pintadito de Hollywood. Además, ¿qué importan los premios cuando la gente goza una bonita historia? ¿De qué decían que se trataba el cine?

Finalmente, cámaras más, cámaras menos, todos somos estrellas, aunque sea de nuestra propia historia.


Flaviano, el tejedor

El día del estreno de su ópera prima había una inusual aglomeración de gente fuera del teatro, acondicionado para una inusitada proyección de cine. ¡Chispas!, se encendió Flaviano. Pensó que había ocurrido algún accidente y que Defensa Civil suspendería el evento. No imaginaba que esa muchedumbre había ido a espectar su película y que dentro ya no cabía un alfiler.

Lo último que hizo Flaviano Quispe antes de realizar su primera película fue tejer su última chompa. De familia humilde y sin recursos, desde niño se las tuvo que buscar para subsistir y encontró en la confección de chompas de alpaca un buen nicho laboral.

Otras eran, sin embargo, las ideas que iba tejiendo mientras tejía. A comienzos de la década de 1980 terminó secundaria, se dedicó a estudiar teatro y participó como extra en la película Túpac Amaru, de Federico García. Desde entonces empezó a picarle el bichito del cine.

Y la picazón le duró hasta Lima, sin duda, porque cuando vino a la capital por motivos de trabajo lo primero que hizo fue matricularse en unos cursos de teatro y vídeo en el desaparecido CETUC, donde conoció al cineasta José Antonio Portugal. Grande fue su sorpresa cuando este le dijo que en el Perú no existía la carrera de director de cine; pero para paliar el desánimo, le ofreció clases particulares ad honorem.

Regresó a Juliaca convertido en director de teatro, con una cámara bajo el brazo y sin muchas ganas de tejer. Así que anduvo filmando vídeos caseros, haciendo ‘cachuelos’ para la televisión local, mientras soñaba por las noches con el sueño que no lo dejaba dormir desde su primer contacto con Portugal: el de la película propia.

Así nació El abigeo, su primer largometraje. El mayor costo fue el tiempo que se vio obligado a invertir en su realización: le tomó dos años, que pasó con una mano en el pecho y la otra en el bolsillo derecho. Lo terminó y lo estrenó en el 2001. Flaviano se sirvió de todos los medios habidos, y sobre todo por haber, porque al término de la filmación quedó absolutamente endeudado, pero feliz.

Luego vino el éxito El huerfanito, que narra las desdichas de un primo suyo cuando llegó a la ciudad: “En El huerfanito, como ya éramos un poco conocidos, hubo más gente y más días de proyección; y era un producto mejor, así que la gente aplaudió mucho. Pienso que fue porque en las imágenes hallaron su misma identidad y a ellos les reconforta verse”, cuenta Flaviano.


Melinton y Jarjacha, la bendición del insisto


Melinton tampoco fue un cinéfilo compulsivo. Sus imágenes fílmicas tienen su origen en otras fuentes, porque en el Ayacucho de su infancia no existía la avalancha de CD piratitas que hoy compensan la carencia de cines. Abundaban, sí, las historietas de todo tipo, y una sobreoferta de realidad gore que superaba cualquier ficción. Las historias de terror con las que creció Melinton no fueron producto de horas de insomnio cinéfilo, sino más bien de las infinitas escuchas de amigos, conocidos y parientes, cada uno, a su manera, protagonistas y extras de una guerra interminable.

A diferencia de Flaviano, Melinton Eusebio proviene de una familia de comerciantes que lo liberaba de urgencias económicas. Por eso, ni bien salió del colegio se consiguió una cámara y se puso a filmar la vida de las pandillas en Ayacucho. Lágrimas de fuego fue su ópera prima.

“Filmé Lágrimas de fuego con una cámara casera de las que había antes, con mis amigos del teatro que también estaban interesados en el cine. La película tuvo buena acogida en Ayacucho. La población quedó satisfecha porque pensó que era posible hacer cine en Ayacucho, y creo que eso ha marcado a otros autores”, dice Melinton.

Luego vino Jarjacha, la maldición del incesto, en la que Melinton recreó la historia del demonio del incesto, un mito muy recurrente en los Andes. Como las otras, esta película es resultado de su pujanza y su fuerza de voluntad, un proyecto en el que al principio nadie creía, así que de ser La maldición del incesto se convirtió en “la bendición del insisto”.

Jarjacha tiene el mérito de haber sido la primera película de terror hecha en casi un siglo de cine nacional, y el récord de ser la película más pirateada. (Fuente: “El Hueco”.) Si hacer reír es difícil, hacer temblar lo es mucho más, sobre todo en un ambiente que parecía vacunado contra estas emociones. Con sus películas de terror Melinton parece reflejar los miedos y di lemas de una generación sobre la que pesa un pasado que no quiere recordar.

Fue tal el éxito de Jarjacha, que ahora hasta se disputan la paternidad de la criatura. Existen ya dos versiones del filme. Como el de Hollywood, también nuestro cine tiene sus puyas. Melinton cuenta que luego del éxito de su película otro director ayacuchano, Palito Ortega, sacó la segunda versión y se jactó de que era la original: “Pienso que fue una competencia desleal. Él [Ortega] puede hacer algunas versiones, pero no aprovecharse del éxito ajeno. Ahí se rompió la amistad con él”, lamenta Melinton.

Gerardo Saravia.

(Artículo extraído de la revista del Instituto de Defensa Legal, No 176, mayo 2006).

Las fotos corresponden a escenas de El huerfanito, de la filmación de Jarjacha (x 2): La maldición del incesto, a dos escenas de Almas en Pena, y a Flaviano Quispe y Mélinto Eusebio, respectivamente.

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